Por Fr. Carlos Sagardoy
Las Bodas de Platino, Oro y Plata 2023 de los religiosos amigonianos se han celebrado el domingo 3 de septiembre en el Seminario San José de Godella, que se vistió de fiesta para la ocasión. Nos reunimos en torno a unos 150 hermanos que queríamos celebrar y dar gracias a Dios por el don de su vocación religiosa y sacerdotal. Setenta y cinco, cincuenta y veinticinco años de respuesta fiel a la llamada que un día y cada día Dios nos hizo y nos sigue haciendo.
El padre Julio Martínez González celebraba sus Bodas de Platino de profesión perpetua. Los padres José Luis Gómez de Segura, José Luis Aguerri Bravo, Manuel Santos Díaz, Manuel Carrero Caballero y Juan Antonio Vives Aguilella celebraban sus Bodas de Oro sacerdotales; José Mª Martín Martín y Pedro Acosta Rozo, Bodas de Oro de Profesión perpetua; Isaac Calvo Fuente y Pedro Luis Alvarez Garde, Bodas de Oro de Primera Profesión. Los padres José María Simón Sánchez y Jens Anno Müller celebraban sus Bodas de Plata sacerdotales; yfray Rafael Yagüe Alonso, Bodas de Plata de profesión religiosa. A todos los ausentes los tuvimos presentes en nuestra oración de acción de gracias.
Llamados, consagrados, fraternos y enviados
Homilía. Efemérides provinciales
Juan Antonio Vives Aguilella.
3 de septiembre de 2023
Un motivo muy especial nos reúne hoy en esta eucaristía: once amigonianos -uno de ellos ausente- celebramos una importante efeméride de nuestra vida religiosa. Unos celebramos bodas de plata, otros de oro e incluso hay uno que celebra la de brillantes.
A todos nos une, sin embargo, una misma vocación, pues, aunque entre nosotros hay religiosos laicos y religiosos sacerdotes, ambos estados son dos modos, dos expresiones, de ser plenamente terciarios capuchinos, amigonianos.
Y el primer sentimiento que se suscita en mi corazón –y creo que también en el de cada uno de los que conmigo compartís estas bodas– es el de un profundo agradecimiento a Dios, el de una especialísima acción de gracias a quien un día nos llamó y otros muchos nos fue alentando, a seguir el evangelio tras la senda trazada por nuestro Venerable Padre Luis Amigó. Y considero que una buena forma de expresar, aquí y ahora, nuestra gratitud puede ser la de hacernos eco de lo que hemos proclamado en el salmo responsorial: Toda mi vida te bendeciré, Señor, alzaré las manos invocándote y mis labios te alabarán jubilosos porque siempre has sido mi auxilio, porque mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene.
Y tras esta sentida oración de acción de gracias, repasemos juntos los homenajeados –y hagámoslo partícipes a quienes hoy nos acompañan– lo que es fundamental e identitario en nuestra común vocación de religiosos amigonianos. Y os invito a que lo hagamos a través de estos cuatro núcleos que la conforman: llamada, consagración, fraternidad y misión.
I. En primer lugar recordemos que fuimos llamados, que todo empezó con una llamada. Una llamada similar a la que hoy hemos escuchado en la primera lectura por boca del profeta Jeremías. Una llamada que, casi sin darnos cuenta, nos fue seduciendo, al tiempo que, aún sin ser tampoco plenamente conscientes de ello, nosotros mismos nos fuimos dejando seducir irresistiblemente; una llamada que –aunque en un primer momento pudo causar violencia dentro de nosotros mismos o dentro de nuestro entorno familiar más cercano, pues rompía, de alguna manera, los sueños que teníamos o que tenían para nosotros nuestros padres– no se pudo contener, ya que algo, en nuestro interior nos forzaba a seguirla.
Sería este el momento apropiado para que cada uno de nosotros diez trajese a la memoria de su corazón cómo fue en concreto nuestra respuesta a la llamada y hacia dónde dirigimos entonces nuestros pasos: ¿Fue, quizá, hacia esta Casa de Godella? ¿O fue hacia las Casas de Pamplona o de Teruel? ¿O fue hacia aquella de La Estrella, allá en Colombia? ¿O simplemente fue hacia aquella cercana comunidad amigoniana, cuyo testimonio de vida y misión nos había impactado?
II. La consagración fue –y continúa siéndolo– otro núcleo esencial en nuestra vocación religiosa. Pero es de suma importancia considerar que todos los que nos encontramos aquí –no sólo los sacerdotes y religiosos– hemos sido consagrados por Dios en nuestro bautismo. Y ésta única y común consagración –pues Dios consagra de una vez para siempre a las personas y no necesita reconsagrar a nadie– tiene, a lo largo de la vida, momentos más significativos, que implican un compromiso mayor por parte de quien ya fue consagrado en el bautismo, como pueden ser: el momento de la Confirmación, de la Ordenación sacerdotal o de la propia profesión religiosa. Y a ésta última quiero referirme ahora.
Todos nosotros –hermanos religiosos– nos comprometimos, en nuestra profesión a seguir a Cristo, pobre, casto y obediente. Pero esto no nos hace, de por sí, cristianos especiales y mejores, ni podemos pensar que nuestro estado de vida es superior o más digno, cristianamente hablando, al de los casados o solteros… La perfección cristiana no radica en el estado escogido para seguir a Cristo, sino en el amor, pues el amor vivido y actuado es lo único que nos hace avanzar en pos del ideal de la perfección, que, por su propia naturaleza utópica, nos impulsa permanentemente a no quedarnos satisfechos con lo logrado hasta un determinado momento y a seguir creciendo espiritual y humanamente a un tiempo: aprendiendo, por una parte, a discernir qué es lo bueno y lo que agrada a Dios –como leíamos hoy en Romanos–, cargando cada día la propia cruz con sus mieles y sus hieles –como nos aleccionaba el evangelio de San Mateo– y por otra parte, a hacer propias las alegrías y tristezas de quienes nos rodean, y en especial, de los más necesitados.
Y ahora cada uno de nosotros podríamos considerar si la obediencia nos ha hecho más disponibles, si la pobreza nos ha vuelto más generosos y si la castidad nos ha permitido ser más fecundos en el apostolado, o si, por el contrario, hemos acabado siendo un tanto infantiles y faltos de creatividad al mal interpretar la obediencia; hemos acabado siendo más tacaños para compartir lo que somos y tenemos, al pervertir el sentido de la pobreza, o hemos acabado siendo incluso cicateros a la hora de darnos gratuitamente a los demás, convirtiendo así nuestra castidad en una estéril soltería carente de luminosos horizontes.
III. La fraternidad es también un modo esencial en nuestra vida religiosa. Y lo es, no sólo como cristianos que somos, sino también como seguidores de Francisco de Asís, el hombre de la fraternidad universal. Y, llegados a este punto, puede ser interesante que reflexionemos sobre nuestra propia vivencia de la fraternidad, iluminados por estas palabras entresacadas de nuestras Constituciones: Nuestra comunidad de vida y misión –dicen– es fruto de la oración de Cristo al Padre y de nuestro compromiso de vivir, bajo la acción del Espíritu Santo, el mandamiento del amor… Y edificarla es tarea continua y de todos, aunque sólo en el cielo se logrará plenamente.
IV. Y el cuarto núcleo que distingue nuestra identidad amigoniana como religiosos –el referente a la misión a la que fuimos enviados– es, quizá, el que más alegrías nos ha proporcionado, aun cuando no haya estado totalmente exento de disgustos y algún que otro desencanto. Y también sobre él sería ahora el momento de una pequeña reflexión al trasluz de nuestras Constituciones, considerando, por ejemplo, hasta qué punto hemos sido en verdad testigos e instrumentos del amor de Cristo a los jóvenes; hasta qué punto hemos actuado conforme a la “Pedagogía del amor”, y hasta qué punto hemos encarnado, o no, en nuestra acción pedagógica las actitudes del Buen Pastor que conoce a sus ovejas; camina delante de ellas; busca a las que se pierden; comparte sus alegrías y penas; aprende por experiencia la ciencia del corazón humano, y da la vida –se desvive– por todas.
Para finalizar, quiero centrar la atención de todos en una pregunta que nos ha formulado hoy el evangelio de San Mateo:
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?
La mejor prueba, sin duda, de que se ha ganado la vida es el creciente sentimiento de felicidad que va experimentando la persona, a pesar de los momentos de dificultad, de dolor e incluso de desencanto que hayan podido hacerse presentes en distintos tramos de su camino vital.
Y la felicidad –el sentirse bien con uno mismo, a pesar de los pesares– es, sin duda, el mejor termómetro para comprobar si después de 25, 50 ó 75 años de vida religiosa – y para algunos también sacerdotal-, hemos ido creciendo en fidelidad a los compromisos que un día asumimos, sin ignorar por ello los momentos de desilusión, frustración o debilidad que han ido matizando ese mismo crecimiento.
¡Gracias, Señor, por todos tus beneficios, y sigue inspirando nuestro mañana!