Fiestas Amigonianas

Con ocasión de la Fiesta de Nuestra Madre y las otras fiestas Amigonianas; además, estando en medio de esta realidad de la pandemia quisiera compartir el texto que también ha sido publicado para la revista Pastor Bonus y que lo he escrito precisamente para esta ocasión.

Quisiera abordar un tema de actualidad que suscita en todos nosotros un sinfín de preguntas que van desde lo personal hasta lo institucional, abarcando todo el entorno social donde nos movemos. Me refiero a la pandemia originada por el coronavirus que padece nuestro mundo. La incertidumbre respecto al futuro (no sabemos hacia dónde vamos) y el desconocimiento de la enfermedad (no entendemos lo que está ocurriendo) han hecho tambalearse nuestro “yo controlador”. Estamos viviendo una experiencia radicalmente extraña que provoca una especie de “no deseada” convivencia con la insatisfacción. Nunca habíamos vivido nada parecido. De pronto, un virus ha irrumpido en nuestras “acomodadas vidas” haciéndolas repentinamente incómodas, complicadas y diferentes. Y esto, sumado al contexto de inseguridad y al instinto de supervivencia que nos impulsa a preservar nuestra vida y la de los demás, nos hace explorar nuestros propios límites, preguntándonos cómo vivir nuestro proyecto de vida en esta nueva realidad y cómo encontrar la manera de afrontar la vida con responsabilidad en un contexto donde la muerte es posible.

En los últimos meses son numerosos los artículos y estudios publicados que intentan dar respuesta, desde las diferentes áreas de conocimiento, a las preguntas que todos nos hacemos. Las redes están llenas de comentarios al respecto. Nosotros también como Iglesia nos planteamos qué lectura hacer de los acontecimientos que estamos viviendo y cómo ubicarnos frente a esta realidad que es imposible ignorar. Pero sobre todo nos preguntamos con qué actitud debemos nosotros, como cristianos, afrontar la vida en medio de esta pandemia.

La primera respuesta que se impone es, pienso, aceptar la realidad. Subestimar o minimizar la gravedad de la situación no es una opción. Llenarnos de explicaciones y argumentos puede que nos oriente y ayude a comprender un poco lo que está sucediendo… pero no cambia las cosas (personalmente me llama la atención ver los numerosos artículos sobre cómo será el mundo post-covid que se están publicando, como si la pandemia ya no estuviera, cuando los datos de los rebrotes que se están sucediendo por todas partes nos muestran que el virus está y no se ha ido, y que esta situación perdurará, como poco, hasta que aparezca la vacuna). La Iglesia no ha escapado de esta realidad. Una realidad que ha tocado lo más profundo de nuestras vidas y de la vida de nuestras comunidades. No en vano se nos han ido personas cercanas y seres queridos, nos ha obligado a cambiar nuestros programas y también nos está obligando a mirar de frente las “sombras” de  nuestra vida, empujándonos a retomar los valores esenciales y los pilares que sostienen nuestra Iglesia y las instituciones que la conforman (entre las cuales se encuentra nuestra Congregación).

Desde el principio de aceptación de la realidad estamos llamados a aceptar el contexto eclesial en el que ha llegado esta pandemia y que ha puesto al descubierto otras crisis que ya existían dentro de la Iglesia en general y de la vida religiosa en particular. Hace poco el Cardenal Hollerich, Obispo de Luxenburgo y presidente de la Comisión de las Conferencias Episcopales de la Comunidad Europea apuntaba que “la pandemia ha podido acelerar una década la secularización”.  Y Miguel A. Malavia comentaba en Vida Nueva al respecto que “la Iglesia representa cada vez menos en la vida diaria de las personas y se encamina hacia una condición de minoría”. Esto que parecía un proceso por llegar, ya está aquí. El cardenal Hollerich se hacía también una interesante pregunta en sintonía con esta idea: “¿es el fin o un paréntesis para la Iglesia de masas?” Ante esta cuestión surgen nuevos interrogantes como consecuencia de un proceso que ha sido acelerado por la pandemia. Desde el principio de realidad reconocemos que ya estábamos en crisis, que la vida consagrada había dejado de ser significativa y que desde dentro de la Iglesia no estábamos dando respuesta a las grandes preguntas y demandas del mundo actual. Y lo que es más grave, que al haber dejado de ser el referente que fuimos, no hay ahora mismo mucho interés en la sociedad por escuchar nuestras respuestas.

Segundo. Después de aplicar el principio de realidad, lo que se impone es dejarnos interpelar. Cuestionarnos si podemos seguir funcionando en nuestras instituciones bajo esquemas que, en este nuevo contexto, ya no valen. ¿Cómo adaptarnos a una nueva realidad bajo patrones de otra realidad que ya nos existe? Hace poco leyendo a J.M. Rodríguez Laizola, religioso jesuita a quien sigo en las redes sociales, me llamó la atención algo que ha provocado en mí una reflexión a propósito de todo esto. Escribe: “Estamos venga a preguntarnos cómo vamos a seguir haciendo lo de siempre en las nuevas circunstancias”… y añade: “¿Y si lo que tenemos es una oportunidad para hacer otras cosas?”. Creo que frente a esta nueva realidad no podemos sino reconocer, en sincera reflexión, nuestra fragilidad y nuestros límites. Y que frente a la realidad que se impone, tal vez estemos obligados a replantearnos la manera de cómo vivir, cómo actuar y cómo continuar, en nuestro caso, nuestra vida y misión.

Tercero. Después de aceptar la realidad y de dejarnos interpelar, debemos abrirnos a un serio proceso de discernimiento. En el documento “Un Plan para resucitar” que fue publicado en los primeros meses de la emergencia sanitaria, el Papa Francisco escribía: “Urge discernir para encontrar el pulso del Espíritu, para impulsar junto a los otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere en este momento concreto de nuestra historia”. En el caso nuestro, y tal y como quedó reflejado en uno de los acuerdos de nuestro último Capítulo General, hace tiempo venimos hablando de “discernimiento franciscano”. Julio Herranz, en su libro sobre “El discernimiento en Francisco de Asís”, nos muestra cómo en la vida de Francisco el discernimiento  formaba parte de su propia experiencia y de su vivencia personal, cómo “su magisterio no nace de una reflexión abstracta, sino de una historia personal de docilidad al Espíritu y discernida a su luz”. El discernimiento es un ejercicio que Francisco realizó durante toda su vida porque formaba parte de la vivencia de su fe. Por tanto, como Francisco de Asís, no podemos hablar de discernimiento si no es en clave de fe y abiertos a la acción del Espíritu. Los encuentros de reflexión, las asambleas comunitarias, los Capítulos… nos permiten llegar a acuerdos, conclusiones y hasta a la producción de buenos documentos, pero el discernimiento es algo que va más allá.

Para explicar esta idea me gustaría citar la respuesta que dio el Papa Francisco en el Sínodo de la Amazonía -celebrado hace casi un año- a propósito de la cuestión de la ordenación de hombres casados (Viri probati), según las notas compartidas en la Civittà Cattolica y publicadas en Vida Nueva. Dijo: “hubo una discusión, una discusión muy rica, una discusión bien fundada, pero sin discernimiento, que es más que llegar a un consentimiento bueno y justificado”. Esta idea de discernimiento del Papa Francisco va en consonancia con la idea de discernimiento franciscano de la que estamos hablando. Se trata de un proceso de lectura de los signos de los tiempos desde la apertura a la acción del Espíritu. Un proceso que nos pide leer e interpretar la realidad a la luz de la fe. Si no iniciamos este proceso, nos seguiremos llenando de rituales y de cumplimientos, negándonos a un horizonte espiritual abierto al Espíritu y al Evangelio, y quedándonos en formalismos vacíos. Lo que me temo es que quizá “nos toque correr… porque el tren se nos habrá pasado para cuando nos decidamos tomarlo”.

La pregunta clave del discernimiento, “¿cuál es la voluntad de Dios?”, nos introduce a la siguiente pregunta: ¿Qué quiere Dios de nosotros, los Terciarios Capuchinos, en esta nueva realidad? Y la respuesta que a mí me sugiere esta pregunta es “continuar”, seguir el camino. Desde el realismo. Esto no ha terminado todavía y no sabemos (nadie lo sabe) qué nos deparará el futuro. Así que nos toca ser humildes, vivir el presente con esperanza y escuchar. Una escucha empática frente a la realidad y una mística que en lo cotidiano nos revele el querer de Dios.

Para concluir y dejar una señal que nos indique el camino por donde “continuar” (como esos caminos de peregrinos que están llenos de señales en los senderos), quiero centrarme en la figura de María, nuestra Madre, al pie de la Cruz. Una imagen que sugiere una acción que posee un gran valor en medio de esta situación que estamos viviendo: “la presencia”.  Presencia significativa. Como la de María al pie de la Cruz. Una presencia que habla de solidaridad y de amor incondicional y desinteresado. Creo que lo que se diga de la vida religiosa y lo que se diga de la Iglesia en el futuro tiene que ser en términos de auténtica solidaridad. Traducida en estar junto a la cruz de los que hoy han perdido a los suyos, de los que no tienen un lugar digno donde vivir (pobres, indigentes y migrantes), de los que tienen que morir solos…

Hermanos, llegan tiempos en que se nos pide optar, ser auténticos, audaces, y solidarios. Y sobre todo, ser referentes significativos. Una de las crisis más fuertes que ha golpeado al interior de la Iglesia ha sido el tema de los abusos (no solo en el tema sexual, sino también en el ejercicio de la autoridad) que ha hecho que la figura del religioso y del sacerdote, a ojos de muchos, haya dejado de ser precisamente eso, un referente… por lo menos positivo. Tenemos que volver a ser referentes y eso en nuestra Congregación tiene una imagen clara y hermosa: el ser zagal (el que cuida el rebaño). Y nuestra pedagogía habla precisamente de eso, de cuidar del otro y de presencia que huele a Evangelio, a amor, a misericordia, a trabajo, a amabilidad, a afabilidad y a fraternidad.

Y para “continuar”, aprovecho esta carta para enviar mis felicitaciones a toda la familia amigoniana en estos días de fiesta para nosotros. Que estos días de celebraciones propias, pese a las limitaciones provocadas por la pandemia, sean un momento de gracia y reencuentro con los valores esenciales que nos han distinguido siempre. Que seamos hombres y mujeres de fe. Que seamos fraternos, solidarios, misericordiosos, afables, audaces y trabajadores. Y que sigamos siempre, como María, al pie de la Cruz.

Un abrazo fraterno a toda la familia amigoniana.

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